"Cuando leí las palabras de Kafka que presiden este texto (¿Qué llevo sobre los hombros¿ ¿Qué fantasmas me envuelven como una capa?) entendí de que se trataba, que impulsos profundos me empujaban a abordar unas cuestiones de las que nada sabía." (José Andrés Rojo. "Vicente Rojo. Retrato de un general republicano)
Me enteré que el abuelo había estado en prisión siendo muy niña. Por aquel entonces yo no sabía nada de la Guerra, la represión, ni de la mano del infame que meció ambas por el camino del desamparo y la tragedia.
Rescaté la frase que me desvelaba una parte del pasado del abuelo de una conversación de mayores y la atesoré como el mayor de los secretos, junto al espacio guardado para las preguntas. Allí permaneció durante varios años, creciendo, madurando conmigo y preparándose para salir a la hostil trinchera de la vida.
Muchas veces la curiosidad se asomó al precipicio de mi lengua cuando acompañaba al abuelo en sus quehaceres cotidianos, en las calurosas tardes sin siesta que él cambiaba por la lectura de la única prensa que llegaba al pueblo -el diario “Ya”-, en los paseos al solaz de la tarde, en las tertulias que compartía todos los domingos con su entrañable amigo Julián, para todos conocido como “Tío Julianete” posiblemente por su menuda complexión física, mientras yo jugando con cualquier cosa, le observaba por el rabillo del ojo, henchida de orgullo al contemplarle. Cada movimiento de mis párpados era una pregunta que nunca fue formulada, no por ganas ni miedo, pero intuía que si el abuelo que todo me lo contaba, que era capaz de inventarse cuentos, leyendas, cigüeñas-conejos y todo tipo de fábulas para mí, nunca me había hablado de ello, era por algún motivo superior. A mis siete años estaba convencida que sólo los malos terminaban en la cárcel, pero el abuelo era bueno y a pesar de ello estuvo preso.
En la adolescencia recibí un pequeño anticipo como respuesta por parte de la familia. Me contaron que el abuelo acabó en la cárcel al terminar la Guerra porque un amigo y vecino le había denunciado por no ir a la Iglesia. Incluso me dieron el nombre del acusador, Eugenio, “el cojo tramillones”, al que yo conocí como cartero del pueblo y coloqué desde aquel momento en la lista de los malos, retirándole el saludo.
Aquella escueta explicación no encajaba en mi estructura mental de entonces por dos motivos. El primero era que el abuelo hablaba con el supuesto delator con frecuencia y cordialidad y en cuanto al segundo, si bien era cierto que el abuelo no acudía a la Iglesia regularmente, es más, creo recordar que tan solo lo hacía en los primeros días de septiembre durante el novenario a la patrona de su pueblo, yo había presenciado en mis estancias estivales que cada día, a la caída de la tarde, rezaba al fresco el rosario en compañía de la abuela y algún vecino más, como don Arturo, el médico, que junto a su esposa jamás faltó a la cita del rezo diario mientras permaneció en el pueblo. Este acto al que yo asistía como mera espectadora adquiría para mí un magnetismo especial cuando después de terminados los misterios, el abuelo abría un pequeño libro de cantos dorados que sostenía entre sus manos y comenzaba a recitar las letanías que eran respondidas con extrema celeridad por los que allí se congregaban. Aquellas escuetas frases tenían para mí un efecto hipnotizador y casi sin ser consciente de ello me descubría verbalizando las respuestas como si de un mantra se tratara.
El abuelo murió el 19 de mayo de 1975, cuando le quedaban unos meses para cumplir ochenta años y antes de que el pequeño dictador abandonara la vida que nunca debió acogerle. Murió sin ver cumplido uno de sus deseos y que no era otro que celebrar su ochenta aniversario rodeado de toda la familia. Se llevó con él todo el dolor de los años pasados en prisión y la humillación a la que debieron someterlo tras su “libertad”. Se fue sin decirme con su voz y sus palabras aquello que siempre he querido saber, llevándose su historia, que aunque a nadie más que a él pertenecía, también era parte de la mía, y debía recuperarla no solo por mí, también por mi padre y sobre todo por Jimena, mi hija, para que nunca olvide.
Diez días antes de morir y apenas tres días antes de ponerse enfermo me escribió una carta en la que me decía que estaba deseando que pasáramos el verano juntos y hacía planes para entonces. El verano llegó, pero ya nada fue igual. Aún hoy, casi treinta y ocho años después sigo pensando que nunca existirán veranos como aquellos que compartí con mi abuelo.
Cuando murió yo ya era una adolescente y con la llegada de eso que llaman democracia, comencé a comprender muchas cosas y a preguntarme el doble de lo que entendía. Intuía que el encarcelamiento le generó al abuelo y a toda la familia un sufrimiento de por vida que habitaba escondido en todos los pliegues del alma de cada uno de sus miembros. También intuía que este hecho había marcado la existencia de mi padre de forma significativa. También marcó la mía, aunque esto tardé tiempo en descubrirlo.
Después de 37 años sin él, pero sin dejar de pensarle y sentirle, llegó un día en que me decidí a sacudir los recuerdos. Volví a interrogar a mi padre y sus tímidas respuestas parecían querer escapar, refugiarse en el olvido y la desgraciada infancia de un niño de la guerra lleno de cicatrices en la piel de la memoria, pero yo sabía, casi con absoluta certeza que algún día, conocería la verdad.
Así fue como comencé una batalla contra la desmemoria con el fin de averiguar cuándo, cómo, quién y por qué.
María Torres
Nieta de un republicano español
3 comentarios:
Cuenta conmigo en esta preciosa historia, en esta batalla por obtener la verdad,en las busquedas para ello y en todo
María cuenta también conmigo en todo lo que pueda.
Gracias Lupe. Gracias desde el corazón.
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