jueves, 12 de septiembre de 2013

36. Consejo de Guerra


Fotografía publicada en la Revista Semana de un Consejo de Guerra celebrado el 27 de abril de 1940 

“No me importa ni tengo que darme por enterado si sois o no inocentes de los cargos que se os hacen. Tampoco haré caso alguno de los descargos que aleguéis, porque yo he de basar mi acusación, como en todos mis anteriores Consejos de Guerra, en los expedientes ya terminados por los jueces e informados por los denunciantes. Soy el representante de la Justicia para los que se sientan hoy en el banquillo de los acusados. ¡No, yo no soy el que les condeno, son sus pueblos, sus enemigos, sus convecinos! Yo me limito a decir en voz alta lo que otros han hecho en silencio. Mi actitud es cruel y despiadada y parece que sea yo el encargado de alimentar los piquetes de ejecución para que no paren su labor de limpieza social. Pero no, aquí participamos todos los que hemos ganado la guerra y deseamos eliminar toda oposición para imponer nuestro orden.. Considerando que en todas las acusaciones hay delitos de sangre, he llegado a la conclusión de que debo pedir y pido para los dieciocho primeros penados que figuran en la lista la última pena, y para los dos restantes, garrote vil. Nada más”.

Estas palabras citadas por un Fiscal en un Consejo de Guerra, las recoge José Manuel Sabín, “Prisión y muerte en la España de la postguerra”. En los consejos de guerra del franquismo, que eran una prolongación de la violencia política iniciada en la Guerra, no existían los peritos ni los testigos. Tampoco los interrogatorios.  El acusado no podía defenderse tras la lectura de cargos por parte del secretario, que habitualmente pertenecía a Falange, y que se basaban básicamente en los informes policiales.


El Consejo de Guerra del abuelo tuvo lugar a las tres de la tarde del día 6 de noviembre de 1940. En el expediente judicial custodiado en el Archivo Histórico de Defensa, consta que se celebró en la Audiencia Provincial de Cuenca. El rastreo de información del Ministerio del Interior indica que tuvo lugar en Madrid. Sigo buscando el Acta de este Consejo, aunque todo apunta a que se encuentra entre los miles de documentos sin catalogar que el Estado se niega a sacar a la luz pública.


En el Código de Justicia Militar aplicable en 1939 se citan los tres delitos más utilizados como ejercicio de represión jurídico-militar:


- Auxilio a la rebelión militar con pena de 6 años y un día a 12 años de reclusión menor
- Rebelión militar con pena de 12 años y un día a 20 años de reclusión mayor
- Adhesión a la rebelión militar con pena de 20 años y un día a 30 años de reclusión mayor o pena de muerte

La acusación del fiscal fue que el abuelo era culpable de un delito de auxilio a la rebelión. El abogado defensor y militar Antonio Ruiz-Pérez Pérez solicitó la absolución. Según el Código de Justicia Militar vigente, “los delitos políticos y sindicales constituyen delito de rebelión militar si se hacen con el fin de causar conflictos de orden público interior o desprestigio del Estado, ejércitos y autoridades”.


Como señalaron los Profesores Marc Carrillo y Pere Ysàs: ”La dictadura se dotó de un arsenal de normas jurídicas e instituciones administrativas y jurisdiccionales de excepción de carácter netamente represivo. Es decir, normas e instituciones creadas ad hoc en el marco de una estrategia planificada de represión contra la oposición. La práctica de esta violencia institucionalizada, en la que la pena de muerte estaba tipificada y se aplicaba ampliamente a los autores y participes del delito de rebelión, estaba presente en las tres fases a las que se veía sometida cualquier persona represaliada por razones políticas: la detención, el proceso judicial y la prisión” (Jornada Violencia, represió i justicia a Catalunya (1936-1975). Fundació Carles Pi i Sunyer, 6 de Junio de 2007).


Me imagino al abuelo frente al tribunal inquisidor. Indefenso, condenado como tantos otros a penas por delitos que no existían. Cansado, destrozado, tal vez esposado y seguramente solo ante quienes le acusaban solamente desde el odio y el rencor. Tal vez la abuela le llevó al traje de los domingos para la “ocasión”. Como escribió Meliano Peraile, que compartió la prisión del Seminario con el abuelo, al Tribunal había que presentarse “vestido como mandaban los vientos que corrían, y peinado con seriedad: de chaqueta, a ser posible, corbata; el pelo liso hacia atrás, sin rizos feminoides, o sea, a lo macho hispánico, modoso, reglamentario y adúltero, porque el hábito hacía al reo, el cual, si no era necio de remate, debía dar al estrellado estrado la impresión de persona de orden y buenos modos, respetuosa de los principios y la tradición”.


Pero la realidad era muy distinta. La suerte ya estaba echada. Daba igual el aspecto con el que el reo se presentara ante el tribunal. No había dinero para chaquetas y corbatas, la cárcel del Seminario no disponía de agua para la higiene personal y no hacía falta peinarse. Nada más llegar a la prisión les rapaban el pelo, como un instrumento más de humillación.


Tras el Consejo de Guerra, el abuelo regresó a la penuria en la que se desarrollaba su encierro, a la  obligación de asumir los símbolos de la nueva España: la Marcha Granadera, los himnos de Falange Española, Oriamendi  y La Legión, el saludo fascista con  “el brazo derecho extendido en dirección al frente, con la mano en prolongación del mismo, abierta, sus dedos unidos y algo más altos que la cabeza”. El brazo tan alargado como la represión a la que estaba sometido y de la que también era partícipe la Iglesia a través del Capellán de la Prisión. Las confesiones, misas, ejercicios espirituales estaban encaminadas a regenerar al preso en la nueva sociedad que los vencedores habían impuesto.


¿Cuándo repararemos la dignidad de tantos represaliados?


¿Cuándo restituiremos la memoria de quienes todo lo perdieron en defensa de los valores democráticos?



María Torres
Nieta de un republicano español.







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