"Si se visitasen los establecimientos penales de
los distintos países y se comparasen sus sistemas y los nuestros puedo
asegurar, sin temor a equivocarme, que no se encontraría régimen tan justo,
católico y humano como el establecido desde nuestro Movimiento para nuestros
reclusos".
Francisco Franco
Madrid. 17 de julio de 1944
Desde el inicio de la Guerra la provincia
de Cuenca, aunque no tuvo un papel relevante en la misma, se posicionó
fiel al gobierno legítimo de la República hasta el 29 de marzo de 1939, fecha
en que los franquistas ocuparon la capital.
Fueron muchos los conquenses que combatieron y muchos
los encarcelados, torturados, fusilados. Fueron muchos los que apoyados en
los fríos muros de una celda esperaron la resolución de un consejo de
guerra que les condenaba a la muerte, extendiendo así el poder franquista,
de forma rápida, su imperio de ajuste de cuentas porque el 1 de abril de 1939
no finalizó la guerra, no comenzó la paz, sino la victoria de los
vencedores. Y esta victoria se celebró durante interminables años en los
que se ejecutó de forma sistemática una represión institucionalizada y
premeditada, cuyo principal instrumento para el ejercicio de la misma era
la justicia militar, que actuaba sin ningún tipo de garantía procesal.
En cada población la iglesia, el alcalde, la guardia
civil y el juez fueron mucho más que simples gestores y se convirtieron en los
poderes fundamentales con los que el Nuevo Estado cimentó su tenebrosa
influencia, colaborando activamente en las labores represivas
del régimen con sus informes y denuncias. Eran estos poderes instrumentos
que controlaban la moral y el pensamiento y fueron los primeros en tejer
la represión de los vencidos, canalizando las denuncias de vecinos contra
vecinos, convirtiéndose a la vez en delatores y verdugos de los vencidos.
Para muchos la delación fue "el primer acto político de compromiso
con la dictadura".
Tanto es así que los avales que los prisioneros podían
presentar debían ser los de los comandantes militares o comandantes de puesto
de la Guardia Civil, párrocos, alcaldes, cabecillas de entidades patrióticas de
solvencia. Esto era la “Operación Aval” denominada por los reclusos “avalado
sea Dios”.
La cárcel fue el eje de la represión franquista con un
objetivo muy definido: La degradación y transformación del preso en un ser
sumiso reducido a la nada que no sólo sufría la falta de libertad, sino la
humillación y la miseria en todas sus facetas.
En 1939, cuando se inició la larga noche del
franquismo que convirtió al país en una inmensa prisión, estaban
encarcelados cerca de cien mil hombres y mujeres, cifra
que se duplicó al año siguiente y en 1941 ascendió a 233.373 reos. La capacidad carcelaria
española en ese año era de 20.000 plazas.
Presos y presas que malvivían con una asignación diaria
para alimentación por persona de 1,15 pesetas que nunca se utilizaba en su
totalidad, sometidos al hambre, la enfermedad, la humillación, la falta de
higiene, la suciedad, y la presión de los sacerdotes.
Presos y presas que solo eran importantes para sus
familias, que a pesar de la ausencia de transporte, de dinero y de alimentos, a
pesar de la carencia general de la posguerra, organizaban su
desplazamiento a la prisión para intentar hacerles llegar algo de alimento y
una muda limpia.
El hacinamiento de presos que morían de hambre y
enfermedades, la saturación del Auxilio Social y el abandono de los campos por
falta de mano de obra, -una parte importante de la población activa
estaba muerta o en la cárcel- generó un problema de gran magnitud que el
Nuevo Estado intento remediar con la publicación de sucesivos indultos para los
condenados por causas de guerra entre los años 1940 y 1945.
Uno de esos presos era el abuelo.
Cumplía casi el perfil del procesado en la provincia
de Cuenca al finalizar la Guerra: Hombre de 35 años, trabajador y residente en
el medio rural, aunque el abuelo tenía entonces 44 años. Más del
cincuenta por ciento de la población se dedicaba a la agricultura e intentaban
subsistir de lo poco que daba la tierra herida también por la contienda.
El abuelo se dedicaba a cultivar sus campos con el
sudor de su frente, de sol a sol. Había que alimentar a cuatro hijos. Antes de
la llegada de la República era agricultor, con la llegada de ésta siguió
siéndolo al igual que durante la Guerra. No combatió en ésta.
Ingresó el 10 de septiembre de 1939 en el Castillo
de Cuenca, que entonces era la Prisión Provincial y antiguo Tribunal de la
Inquisición de Cuenca y Sigüenza que poco había cambiado desde que se construyó
en el siglo XVI. Un torreón de seis plantas repleto de celdas frías y
espartanas, ventanas ausentes de cristales por cuyos huecos disparaban los
centinelas, techos a punto del desplome y suelos desgastados donde se hacinaban
los presos para dormir, de lado, junto a los compañeros, ya que solo
disponían de una baldosa y media para cada uno y su petate.
En el sótano, donde se ubicaban las celdas de castigo,
las condiciones eran aún más duras. Ir a parar a una de ellas podía significar
que en el camino de vuelta te incluyeran en una “saca” o terminar en
el garrote vil.
La Prisión Provincial de Cuenca era un espacio repleto
de sombras, un almacén humano donde se ejercía todo tipo de represión contra
los reos. Un lugar pintado de luto, sufrimiento, hambre y enfermedad,
intoxicado de la estructura mental del dictador, para el cual el orden era
su orden, el derecho su derecho y la vida no tenía valor.
El abuelo estuvo allí.
María Torres
Nieta de un republicano español
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